Demacrado, de aspecto apocalíptico y con ese olor a gripe terrible entró al supermercado y dio lástima, tanta que lo echaron a patadas. Débil como estaba no podía resistirse. Ni siquiera estornudar. Sólo chorreaba. Se apoyó contra una pared y se dejó caer. Se fue en flema. Encontraron sus ropas húmedas y acartonadas al otro día. Tiraron todo a la basura. A la semana comenzó a crecer una mancha de humedad en la pared del fondo del supermercado que avanzó por piso, techo y góndolas llenándolo todo de hongos y de un olor espantoso. Probaron de todo, pero ni el lamiplast, ni el nylon, ni todos los albañiles, ni todos los arquitectos juntos pudieron detenerla. La mancha seguía creciendo. Llegó hasta una de las cajas, trepó pudriendo el fibrofácil, oxidando los caños del mostrador, arrugó los papeles, hinchó los cartones, sulfató las pilas y se ensañó sobre las aspirinas.
Matsuo
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