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Mostrando las entradas de marzo, 2014

Deliración 448: Más que eso...

Escribe como habla: inseguro, pero fingiendo seguridad; a los manotazos en su limbo de conocimientos e ignorancia; trémulamente prepotente en su afán de usar palabras tales como prepotencia, afán y tremulidad; gilazo, vanidoso e inocente. Sumiso, demasiado, y un poco insolente. Inconsistente por costumbre.  La articulación del lenguaje en esa imprenta virtual le permitía elongar sus frustraciones sistémicas para ejercitarse en una gimnasia incompetente y flácida. Más que acróbata, saltimbanqui: malabarista, un payaso.
Escribe como puede, limitado y tullido: un fenómeno.
Escribe como quiere: de manera superficial y sin decir más que eso.

Deliración 447: Piropo...

No sé cantar ni tocar un instrumento. Tampoco puedo rimar ni escribir ni decir lo que siento; no me sale, ni tampoco lo intento. Para serte sincero; muchas veces, casi siempre, te miento. Te omito, te esquivo, me distancio y te segrego. Te humillo y me burlo. Mirá mis manos, mis dedos, mis uñas: la mugre, eso... Mis axilas, el chivo: mi hedor, la baranda... sos eso, mi trabajo: mi esfuerzo. Mi vida, eso... mi sustento.

Deliración 446: Póster nuestro...

Sentado solo, como un boludo; esperando el subte que rellenase el caño ése en el que estaba perdiendo su tiempo y lo acercase a casa. Miraba el piso, las baldosas debajo de sus zapatillas mugrientas. Había una que estaba suelta y jugaba a acelerarla y desacelerarla como si fuese un subibaja. Ejerció un poco más de presión con la planta del pie y el mosaico se partió en tres formando una i griega desprolija. No sintió satisfacción ni culpa. Levantó la vista y un póster en la pared de enfrente lo invitó a una playa en muchas cuotas, demasiadas. Se levantó y caminó hasta una de las entradas: los molinetes y las escaleras seguían ahí, pero el guarda/cajero ya no estaba. Se volvió hacia el andén y se balanceó por el borde amarillo espiando la mugre sobre las vías: forros rellenos, puchos achicharrados, panfletos y diarios y revistas destrozados, bollos de celofán de caramelos y papel metalizado, chicles, galletitas y criollos podridos, y rastas, muchas ristras de rastas de pelusa y grasa. Y un anillo, ahí estaba, de oro o al menos dorado, entre los dos rieles, como puesto a propósito. Sonrío y toció: 'Gollum'. Se volvió, pero no había nadie que le festejase la ocurrencia. Se volvió hacia el anillo: se le habría caído a una madre que adelgazó demasiado después del parto, o la arrojó un tipo pronto a divorciarse cuando supo que iba a tener que pagarle los honorarios al abogado de su ex con el que además le metía los cuernos, o una piba que lo tiró al ver que se le venía encima un cana después de habérselo robado a un borracho tumbado en un rincón. Entonces escuchó al tren. Miró hacia el fondo del túnel y dudó si llegaba a tiempo para tirarse a las vías, juntar el anillo y volver para tomarse el subte. La prudencia le dijo que no, aunque la ansiedad le aseguró que sí. Decidió esperar, dejar pasar al subte, juntar el anillo y tomarse el otro; y eso hizo.
El tren llegó murgueramente atolondrado, pero vacío (o por lo menos no bajó nadie). Esperó asmáticamente a que se decidiera a subir, pero a los 30 segundos lo dejó solo en la plataforma otra vez y se fue como puteando.
Para cuando las vías se despejaron de nuevo,  el anillo había desaparecido. El tipo se tiró y escarbo la mugre podrida y tibia entre los rieles. No encontró nada. Trepó de un salto hasta el andén y se le desgarró la entrepierna del pantalón. Suspiró vencido y se sentó desgraciado. Alzó la vista al póster y recalculó sus cuotas. 'Necesitamos vacaciones, hermano', se dijo fraternalmente; 'lo nuestro ya no es vida'.