Con un consistencia ligeramente antropomórfica se presentó a sí mismo con confianza, alzando la mano, esa mano mantecosa que apreté con fuerzas y que no pude derretir. Dijo llamarse Ismael, como si eso importara, y avanzó con ese caminar tan particular y tan típico de él. Llegó hasta el sofá, se sentó y cruzó las piernas. Me descubrí entonces soluble, intangible, entre líquido y gaseoso. Aceitoso. Resbalé entre mis ropas y encharqué el piso. Traté de arrastrarme, pero sólo alcancé a chapotear en mí mismo, salpicándome por todas partes. Evaporándome. Sentí cómo me aspiraban y me lamían del piso y me chupaban de la alfombra. Sus fosas, sus dientes, su lengua y su epiglotis. Hizo gárgara y me escupió en la piletita del baño. Después, simplemete, abrió la canilla y dejó correr el agua. Supongo que entonces se habrá mirado al espejo y sonreído. ¿Quién sabe?
Matsuo
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