Ya muerto encontró al amor de su vida en un sucucho mugroso de piso de ladrillos y techos cubiertos de chorizos, quesos, ristras de ajos y murciélagos mulatos, atendiendo detrás del mostrador de madera curtida a todo aquel que se apareciera por ahí y pidiese un vaso de vino de la casa, el mismo vino que se multiplicaba gracias a la ayuda del agua de la bomba del patio que le daba ese gustito dulzón tan particular que ella detestaba y que servía sin muchas ganas hasta aquella noche en que apareció él, tan buen mozo y bien vestido, con esas maneras tan delicadas y esos comentarios tan graciosos, tan distinto de los demás que no tardó mucho en llevarla al descampado y sacarle la ropa y subírsele encima y montarla y dejar que ella también se suba y lo monte y se revuelquen y rían y giman y gocen y se queden dormidos, desnudos, distendidos, bajo la luz de la luna, frente a sus ojos que ya no eran, que ya no llorarían su llanto de patética alma en pena, de muerto enamorado de una que sabe atorranta y que no puede manotearla siquiera.
Matsuo
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