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Deliración 119: Un tipo común.-

Llegó a casa después del laburo y se metió en el baño como de costumbre, desnudo y sin ganas. Ya en el charco, dejó que las babosas le chuparan la mugre y se quedó dormido. Despertose más tarde, semiahogado y puro, y trepó por el barro y la arcilla hasta el borde y se secó con los yuyos y los cardos. Se arrastró figurativamente hasta sentarse en el sillón de plumas de landon y pedaleó literalmente hasta encender el televisor de cuero de rambo. El ejercicio era bueno, pero la programación una mierda. Soltó los pedales y se asomó al balcón. Los chanchos maullaban en celo sobre las escamas pelirrojas de los cabildos babilónicos que se alzaban frente a él y no le dejaban oír el canto de los tranvías transexuales y coquetos, ni el aroma rectal de sus sahumerios. Saludo a su vecina, la vieja Elsa, que estaba por arrojarse de lleno al vacío como todos los jueves desde su platea y encerró al mundo del otro lado de su palco con un portazo acristalado y amortiguado por unos burletes nacarados. Pegó un saltito y se colgó del respaldo de una silla de madera que había quedado en el techo. Resbaló una mano, luego la otra y por fin, minutos después, cayó al piso y se dobló el tobillo con un crac muy mudo. Aburrido, agarró una tijerita de mango de plástico y comenzó a cortarse de a poquito a poco y con una precisión grosera. Agotado por el sueño y, por cierto, del todo muerto, dejó la tarea incompleta a la altura del abdomen. Qué prolijidad dijo la casera, una semana después, mientras arremetía a baldazos. El departamento se alquilaría muy barato, teniendo en cuenta el espectáculo.

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