Reaccionó entonces y el tiempo volvió a correr.
Se subió los pantalones y metió para adentro las orejitas de los bolsillos y comprobó que las llaves no estaban ahí. Se armó de coraje, cerró los ojos y metió la mano en esa mezcla de papel y esa mierda yogurezca y putrefacta producto de un mal comer y un frío húmedo que se filtraba todas las noches a través del colchón. Tanteó y tanteó hasta que al fin encontró las llaves y algo orejudo. Se volvió hacia la piletita y se lavó las manos, las llaves y lo orejudo. Resultó ser un Mickey de goma, gastado y descolorido, que tenía alguna relación con su infancia pero que había olvidado.
Entonces empezaron las arcadas y, en un acto reflejo que implicó una media vuelta feroz y una agachada desesperada, vomitó abrazando el inodoro y salpicándose mierda y papel sobre su rostro.
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