"No hubo perros en mi nacimiento y es probable que ninguno aúlle el día de mi muerte. Siempre que me lamieron las manos y la cara fue por puro puchero. Sólo uno me quiso y fue el adlátere perfecto. Uno que saltaba tapiales, comía gallinas y tenía tantos amigos como enemigos. Terminó debajo de un camión, supongo yo, pues un día desapareció y la verdad es que prefiero creer en la tragedia a la desidia. Sin embargo, a ellos me debo, pues que no me quieran no impide que los quiera. Cuando muera, no quiero que me donen y me repartan entre los míos. Que me trocen y me sirvan con papas, batatas, arroces y zanahorias en las esquinas, eso quiero. Que me coman y que conmigo se empachen de mí. Que me roan y me eruten. Que me saquen provecho y se queden sin hambre."
El traductor errante retrocedió sorprendido al oír en otro sus propias palabras nunca verbalizadas. El patio se llenó de insectos y ambos corrieron a refugiarse en sus respectivas habitaciones antes de que llegasen los monos matungos y se pusieran a chillar sus chillidos.
Esa noche no comió ni durmió, sólo tuvo frío. Afuera, llovieron ofidios.
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