No, no es típico de mí, se dijo a sí mismo, y decidió tachar el recuerdo de su memoria, pero no pudo.
Era un enchastre: sangre, tripas, sesos, coyunturas, huesos y trozos varios desparramados por todas partes entre la cera derretida y las velas petisas. Los argentinos, los chilenos, los mexicanos, los brasileros, lo venezolanos, los franceses, los yanquis, los chinos, los coreanos, los japoneses, los árabes, los turcos, los armenios, los daneses y los dos ingleses, todos, estaban muertos, reducidos a empanadas que se estaban fritando en la fábrica de pelucas del fondo y a unas entrañas que enguirnaladaban la oficina inmensa y sin ventanas.
Sólo quedaba el traductor errante, sus cuchillos y muchos disfraces extravagantes.
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