Recorría la tumefacción urbana de entrañas ferroviarias junto al músico delirante, un ermitaño amigable sin muchos camaradas, alto y enflaquecido por una dieta estricta de lácteos duros, capaz de dirigir sinfonías viales desde la vereda de una avenida en embotellamiento pleno, moviendo sus manos melódicamente, concentrándose, exprimiendo al tráfico, los conductores y los peatones, haciendo zumbar a los semáforos, silbar a los radiadores, arrancar gritos desgarrados de las personas, reventar llantas, tintinear llaves y panderetear a las hojas secas que se sacudían a sus órdenes tanto en las copas como en el suelo. En ese momento, sin embargo, venía hablando de sus mujeres, candidatas a obituarios elegantes y collares de perlas, mientras esquivaban a la gente.
"Están todos locos", dijo, y escupió, sutilmente, a uno que pasaba.
Más tarde,ese mismo día, el traductor errante se encontraría con el par que era uno, un ser bicéfalo a quien en parte adoraba y hacía años que no la veía; y en parte recién entonces conocería y entablaría una profunda y efímera amistad. Tomarían entonces café en bar pituco, siempre y cuando ese mozo deprimido se dignase a atenderlos.
"Están todos locos", dijo, y escupió, sutilmente, a uno que pasaba.
Más tarde,ese mismo día, el traductor errante se encontraría con el par que era uno, un ser bicéfalo a quien en parte adoraba y hacía años que no la veía; y en parte recién entonces conocería y entablaría una profunda y efímera amistad. Tomarían entonces café en bar pituco, siempre y cuando ese mozo deprimido se dignase a atenderlos.
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