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Deliración 215: Diecinueve - Fin.-

Estaba cansado, no se había bañado y el café estaba horrible.

Se había pedido unos panchos para saciar su hambre pero no habían sido suficientes. Todo era tan caro y el tenía tan poca plata que no podía darse el lujo de pedirse unos ravioles con crema y tuco. El estómago se le revolvía. Las salchichas le habían caído mal. Se lamentó no haber traído más empanadas. Las había repartido entre toda la gente que había conocido durante su estadía en esa pituca pensión de Banfield: el enfermero bala y el supervisor penitenciario con los que compartía el baño de piso de barro; el dueño de la pensión, su esposa y sus hijos; las chicas de la estación de servicio a las que perseguía encapuchado en esas noches en que no podía dormir; la vieja del fondo que trababa la puerta de entrada a la pensión para que todos quedasen afuera; los dos pibes que no hacían otra cosa más que tomar mate y mirar el piso de la cocina, talvez, mirándose recíprocamente los pies, los dedos y las ojotas; y todos los perros del barrio.

No le dejó nada al par que era uno ni a su amigo, el músico delirante, por razones climatológicas, ya que llovía demasiado para caminar tanto; como tampoco le dejó nada al pensionista perpetuo, ni siquiera lo saludó a pesar de que éste sí levantó la mano cuando el fugaz se iba con los bolsos.

Tomó un colectivo, luego un tren, luego un subte y, ahora, esperaba por el colectivo, otro, que lo llevaría lejos. Junto a él, los choferes se pedían su tercera Quilmes y más maníes. De tener plata se habría sumado al despilfarro y a la etilia, aportando unas cuantas rondas de fernet con coca.

Se marchaba un viernes, con poco más equipaje del que había traído. Había ido por dos semanas y se había quedado tres. Se olvidaba un par de medias, unos caramelos y un cuadernito con direcciones. A propósito, dejaba un poco de jabón en polvo de baja espuma, aceite y unas galletitas de agua. Todo era parte de su plan.

El traductor errante era ahora el traductor supremo.

Sin embargo, estaba enfermo. No sobreviviría el viaje. No sería la tos, ni la neumonía, ni las heridas sufridas la noche anterior lo que acabaría con su vida. Lo matarían las salchichas de los panchos que se acababa de comer, hervidas en un agua empantanada y fermentada que el panchero no renovaría sino hasta dentro de diez días.

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