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Deliración 228: Réquiem para el Ide.-

El Ide era así; negro, grandote, mugriento y, por sobre todas las cosas, aromáticamente desagradable. Era peludo, esquelético y despatarrado, cariñoso y melancólico: precioso. Siempre estaba echado ante la puerta, haciendo las veces de burlete, respirando apenas, atento, luciendo sus ojitos color miel y esas rastras de pelo muerto que le nacían detrás de las orejas. Asceta. Profeta. Introspectivo. Sólo ladraba cuando estaba por llover. Compartía su comida con los gorriones y los gatos, y amamantaba con su sangre a millones de garrapatas. Pocas veces se rascaba. Le encantaba salir a pasear. Volvía siempre engrasado. Nosotros sospechábamos que tenía una novia en algún taller mecánico por ahí. Nunca lo confirmamos. En realidad nunca supimos mucho de su vida fuera de la casa. Cada tanto lo encontrábamos por ahí y nos acompañaba un trecho. La última semana no salió ni siquiera a dar una de sus vueltitas a la cuadra. Murió durmiendo. Hace poco más de doce años, mamá lo había juntado en una cancha de bochas cerca de mi escuela. Lo recuerdo chiquitito y atolondrado, haciéndose pis de la alegría cuando yo volvía de la escuela. Lo recuerdo grandote y reservado, moviendo la cola para que lo rasque. Así lo recuerdo yo, que lo dejé tirado.

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