Soletti dobló por la avenida, salió al bulevar y se encontró con el embotellamiento. Tocó bocina y mientras bajaba el vidrio de la ventanita para putear, escuchó el rumor. Dejó el auto en marcha y salió corriendo. Se sucedieron entonces las primeras corridas bancarias y los negocios dejaron de trabajar con tarjetas de crédito, débito, tickets y demás formas de pago que no fueran efectivas y al contado. A los cuarenta y cinco minutos la radio levantó la noticia y automáticamente se saturaron las lineas telefónicas derritiendo los cables a latigazos sobre la gente que ya comenzaba a correr desesperada por las calles. A la hora y media cayó Internet a nivel mundial, los negocios comenzaron a bajar las persianas metálicas y a armar a los empleados. Los saqueos comenzaron medio hora después, es decir, pasadas dos horas y cuarto del rumor inicial, y la tele, enseguida, levantó la noticia en un boletín desesperado que concluyó drásticamente cuando se cortó la luz en todo el territorio nacional. Las estaciones de servicio estallaron y comenzaron los tiroteos. Soletti, por su parte y en su casa, cayó al piso de cabeza, víctima de un accidente cerebro vascular. Sin pestañear siquiera, pudo ver como su familia escapaba con los bolsos que él mismo había preparado dejándolo abandonado y a su suerte, y como sus vecinos saqueaban su departamentito y lo violaban un par de veces. Recién al cuarto día pudo mover uno de sus brazos, primero los dedos y después la mano, y al cabo de unas horas pudo arrastrarse lentamente hasta un rincón donde, como todo diabético, escondía unos alfajorcitos de dulce de leche. Rengo y baboso, ya para el onceavo día, se apareció, cuchillo en mano, en medio de la plaza, tirando guadañazos al primero que se le cruzara, mientras murmuraba algo que en cristiano bien podría haber sido un insulto hacia Sutano.
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