El cielorrazo se caía a pedazos. Las paredes, descascaradas, hinchadas y agrietadas, estallaban en racimos de hongos rabiosos y rancios. El machimbre putrefacto se enrulaba sobre los sócalos y el piso se desescamaba de sus baldosas. El reducto amanecía cubierto por una caspa arenosa y asfixiante que jamás dejaba de nevar. Los libros, las revistas y los jugetes estaban apilados sobre estanterías cubiertas por bolsas de consorcio negras, grises y blancas. Sillas rotas, tablas inútiles, ladrillos, baldosas y alfombras amatambradas; caños oxidados y una pelopincho mohosa hecha un bollo contra el rincón; una bicicleta en llantas, una cocina y un calefón de esquinas picadas y herrumbradas; las cajas y las películas: todos esos fragmentos de aquel pasado que no hacían juego con su presente. Parado, en el centro de la habitación, miraba los bultos que dibujaba el horizonte tras los vidrios esmerilados de las ventanitas del garage. Su pie derecho jugaba obsesivamente acelerando y desacelerando la tapa del desagüe. El recuerdo poco a poco desaparecía y no encontraba los cuadernos. "¡Pim, pam, pum! ¡Las palas al piso!", murmuraba; pero ya no sabía si era del todo cierto.
"Bienvenido todo aquél que en calidad de tal permaneciere lejos; pues que de acercarse sería éste y no aquél, y como tal molestaría."
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