Como muchos, alquilo y nada propio tengo, ni siquiera vecinos, no son míos, no me pertenecen, son ajenos, son vecinos de la casa y por ende le corresponden a su dueño. Curiosa situación se le plantea a ésta, pobre, donde sólo efímeramente permanezco, ya que su dueño es su vecino y hoy día ha muerto. Huérfana y desamparada, echarase seguramente ella también a morir a su manera. Sin embargo, eso no me interesa. ¿Cuánta pena he de sentir por ese viejito ciego a quien trasladaba, cada tanto, de la cama a su silla y viceversa, si, de hecho, sobran dedos en mis manos para contar las veces en que charlamos? ¿Cuánto hay de propio y cuánto de ajeno en este dolor que suponemos? ¿Será la costumbre ante la presencia de la muerte o la noción que lentamente se asienta con respecto a su ausencia? Por lo pronto, sigo aquí sentado frente al teclado, abordado por esta sensación rara, confiando en que es la casa la que lo extraña, don Baena.
"Bienvenido todo aquél que en calidad de tal permaneciere lejos; pues que de acercarse sería éste y no aquél, y como tal molestaría."
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