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Deliración 320: Pero si hasta parece un cuento...

La cola serpenteaba por el laberinto de postes que mantenían turgentes a esas cintas que más bien parecían cinturones de seguridad que no atajaban a nadie, mas guiaban a los pobres infelices que todos los meses iban a pagar rigurosamente sus impuestos en aquella sucursal del Banco de Córdoba de calle San Jerónimo y él, uno de ellos, justo en el medio, a tres vueltas de las cajas y a tres vueltas de la salida, llevaba casi media hora de desesperada espera y las políticas de seguridad le impedían llamar a su mujer, mandar mensajes de texto a sus hijos o siquiera jugar con su celular; mientras que a su alrededor, la gente parecía recordarle todas aquellas escaramuzas para amortizar el tiempo perdido, a las cuales él se empecinaba en no recurrir: frente a sus ojos, la nuca mugrienta de un muchacho se sacudía al ritmo de lo que bien podría ser un ritmo latino reinventado por algún grupo sajón y sin libido; a su lado, una muchacha de unos 19 años, leía un libro de bolsillo cuyo título no alcanzaba a leer; a sus espaldas, a unos cuantos fedigreces de distancia, podía escuchar la discusión de una pareja que peleaban por celos, por gastos y por familiares entrometidos o estúpidos con los cuales debían pasar los fines de semana del resto de sus vidas; adelante, en la cuarta vuelta, un viejito alzaba su cabeza para tratar de leer los resultados de los partidos locales jugados el fin de semana en alguno de los tres televisores mudos que sintonizaban el noticiero matutino; el murmullo, la gente y esa morocha infernal que descubrió a su izquierda a unas diez personas de distancia: ojos claros, piel morena sin esmalte, unas curvas que reinventaba entre aquellos que la tapaban, por lo que hizo un esfuerzo y estiró el cuello para echarle una mirada a esas tetas que suponía firmes y alzadas, pero fue descubierto, a su vez, en el intento por la morocha misma que lo fulminó con su mirada gélida y lo obligó a bajar la vista y volverla hacia otro lado, donde una viejita, le sonrió en señal de connivencia; y volvió, más avergonzado aún y luego, a alzar la vista para ver como el viejito bajaba la suya, ya desinteresado, por lo que se volvió a los televisores para ver qué era lo que le había aburrido tanto y alcanzó a ver en las pantallas a bomberos, policías y testigos que articulaban sin producir sonido alguno haciendo referencia, talvez, a un bollo de acero y chapas que goteaba incrustado contra el frente de un trolebus a pocos metros de unos cadáveres cubiertos con unas bolsas de plástico de las cuales sobresalían unos pocos pies, decididamente impares, embutidos, algunos nomás y no todos, en unas zapatillitas y un zapato rojo de taco alto negro que había comprado la navidad pasada, cerca, muy, muy cerca de lo que pudo identificar como la patente de su auto en el que su esposa lo iba a pasar a buscar después de recoger a los chicos del colegio.

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