“La gente ya no guarda la plata en las billeteras”, dijo mientras deshuesaba un humilde fajo de 47 pesos. Tiró el clip por encima de su hombro, pagó al puestero y se volvieron, cada uno con una promoción de pancho y gaseosa, hacia el alambrado que los separaba de la cancha. “No pierdas el tiempo con eso que nomás te vas a encontrar con tarjetas de créditos y documentos… y con eso no hacemos nada”. Frente a ellos, el arquero se acomodaba las medias de manera simétrica y prolija, totalmente ajeno al partido que se jugaba a unos cincuenta metros de distancia. “La plata está en los bolsillos, está en las riñoneras… ahora también la guardan en las muñequeras… qué sé yo, hay que fijarse: cuando era chico, la guardaba en el dobladillo de mis gorras”. Detrás de ellos, la pobre concurrencia sobraba en el vacío de las gradas, haciéndose eco del relato de una radio portátil sintonizada en una gala de mayor importancia. “Hay que prestar atención nomás, pararse en un quiosco y ver dónde se guardan el cambio, y después ya sabés: esperar que se junte gente”.
Masticaron, bebieron y tragaron; se volvieron y se sentaron sobre el pavimento. Su tío tenía una forma desinteresada y divertida de reinventar sus domingos a solas, ya sea con esa innovadora ética punguista en la cancha de Racing o bien contando aquellas hazañas que le arruinaron la suspención a su Citroen ladeado mientras estacionaban a la vera de la Isla de los Patos para ver a las chicas salpicarse en la mugre del Suquía o bien con esas tantas historias de fantasmas serranos mientras paseaban por el parque mirando los pastores alemanes y los perritos que se regalaban.
“Pero acordate, la gente ya no guarda la plata en las billeteras: sólo fotitos, papeles y recuerdos... y para recuerdos, Brunito, ya tenemos los nuestros”, dijo casi en silencio -mientras su equipo reclamaba una posición adelantada- a Esteban, su sobrino a su lado, que no comprendía muy bien de qué se trataba todo eso.
Masticaron, bebieron y tragaron; se volvieron y se sentaron sobre el pavimento. Su tío tenía una forma desinteresada y divertida de reinventar sus domingos a solas, ya sea con esa innovadora ética punguista en la cancha de Racing o bien contando aquellas hazañas que le arruinaron la suspención a su Citroen ladeado mientras estacionaban a la vera de la Isla de los Patos para ver a las chicas salpicarse en la mugre del Suquía o bien con esas tantas historias de fantasmas serranos mientras paseaban por el parque mirando los pastores alemanes y los perritos que se regalaban.
“Pero acordate, la gente ya no guarda la plata en las billeteras: sólo fotitos, papeles y recuerdos... y para recuerdos, Brunito, ya tenemos los nuestros”, dijo casi en silencio -mientras su equipo reclamaba una posición adelantada- a Esteban, su sobrino a su lado, que no comprendía muy bien de qué se trataba todo eso.
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