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Deliración 369: Eso, la muerte: una casa en alquiler...

De lo poco que pudimos enterarnos fue que el Cholo había nacido en Buenos Aires, hace unos ochenta y tantos años atrás. El padre era ferroviario y vivieron, la familia entera, en distintas partes del país. Al menos diez años permanecieron juntos en Córdoba y fue entonces cuando conoció a Tita. Ella vivía en la casa de al lado, frente a la estación de trenes de Alta Córdoba. Por lo que nos contaron el Cholo era bastante vago y medio duro para los estudios, por lo que después de intentar meterse en la Escuela de Oficiales de la Fuerza Aérea, desistió y se fue a probar suerte a Buenos Aires, donde consiguió trabajo como mecánico. Allí conoció a su primera mujer, tuvo dos hijos y cuando enviudó, se volvió solo para Córdoba, a pasar un tiempo con sus padres. Entonces se reencontró con Tita. Ella, era oriunda de la zona de lo que ahora es barrio Ituizango, pero se habían mudado -con su mamá y su hermano- cansados de los robos y las distancias. Mantenía una relación muy estrecha con los padres del Cholo y, según nos contaron, tanto ellos como su madre urdieron un plan para convencerlos y enamorarlos. La cosa es que, tiempo después y luego de reiteradas propuestas de matrimonio de parte del Cholo, se casaron: él con 50 y algo, y ella con 40 y tantos. No tuvieron hijos; al parecer, con los de él les bastaba. Se fueron a vivir durante poco más de un año a Buenos Aires, pero Tita no soportó el ritmo de la capital y decidió volverse. Cholo la siguió, pero los chicos se quedaron. Con el tiempo se fueron muriendo los padres de cada uno y probablemente algunos hermanos.

Nosotros los conocimos hace apenas un año y medio, cuando nos mudamos al lado de su casa de calle Fragueiro. Ambos vivíamos en el corazón de la manzana, en dos casas paralelas y espejadas, umbilicadas al mundo por un pasillo de unos 25 metros de largo. Ellos tenían a Luna que nos ladraba del otro lado del tapial, y nosotros aún tenemos a nuestros cuatros engendros caninos que no hacen más que dormir sus siestas. Tita nos peleaba, nos reclamaba y se quejaba sobre el número de perros, pero ahora creo que era su manera de acercarse. Una tarde el Cholo se cayó y ella se descubrió demasiado vieja para levantarlo, entonces me pegó el grito. Salté el tapial y lo alcé. A partir de entonces comenzamos a charlar. Cholo hacía tiempo que estaba enfermo, se sometía a diálisis tres veces por semana y le faltaban fuerzas para movilizarse. Lo habían operado recientemente y le habían amputado varios dedos de los pies. Tita lo lloraba, supongo que a esa edad se tiene miedo a sobrevivir a su compañero. Sin embargo, ella murió primero. Sucedió de pronto y de manera inesperada o, por lo menos, así lo fue para nosotros. En algún momento nos había mencionado algo de unos problemas linfáticos que padecía y de cómo se le edematizaban las piernas cada tanto. Parece que fue eso y, según nos dijeron, parece que sufrió mucho; pero por poco tiempo. Murió mientras Argentina perdía contra Alemania en los cuartos de final de Sudáfrica y nosotros recién nos enteramos una semana más tarde... una semana en la que el Cholo permaneció completamente solo al lado de nuestra casa.

Vinieron a buscarlo para llevárselo a Buenos Aires, al parecer, a esperar a que muriese tranquilamente a pocos metros de la casa de uno de sus hijos -el más grande, creo-. Cuando lo fuimos a despedir, nos dijo desde su sillón frente al televisor mientras nos sujetaba las manos: "¿Se enteraron de que me voy?"; y así desapareció de nuestras vidas. Al otro día se llevaron a Luna para que le ladrara y jugara con lo nietos del hermano de Tita, y durante las semanas siguientes vaciaron la casa, la limpiaron y la pintaron para ponerla en alquiler. Entre la basura y los escombros que tiraron me encontré con una bordeadora que decidí quedarme como recuerdo, pero principalmente porque funciona de mil maravillas y para qué desperdiciarla -pero eso es otra historia-.

Hoy la casa está vacía, nadie le ladra a nuestros perros y, por las noches, las luces de su patio ya no quedan encendidas... y de repente, eso, la muerte: una casa en alquiler...

Comentarios

  1. Anónimo1:35 a.m.

    A mi me tocó escuchar muchas muertes, y creo que me tocarán todavía varias. La de los viejos creo que tiene algo en especial. Digo la de los viejos que son parejas, y que llegan con esa especie de sabiduría samurai, que no sé bien qué significa pero que me imagino que incluye el dolor del filo. Una, me decía que se sentaban dos o tres horas en el patio de la casa, de noche. Él tomando una cerveza y ella simplemente tarareando mentalmente algún vals. Ninguno decía nada porque sabían. Entonces después se iban a dormir. Así. Como acurrucados.
    Después ¿el alquiler? ¡Que mejor síntoma para el no compromiso y la liquidez baumaniana! ¿Una bordeadora? Para bordear el vacío y no caerse adentro.

    m.

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  2. que hermosa historia mati, me cayeron unas lagrimillas al leerla
    justo estos dias estaba pensando en escribir sobre gente que me gusta recordar, algunos estan vivos, otros muertos pero todos aca adentro estan igual de vivos

    pensaba en lo lindo que es el gesto de que, mediante la escritura, yo ahora por ejemplo me entere de doña tita y don cholo y hasta pueda quererlos... obvio que eso depende mucho de la calidez con que se escriba, creo q vos la tenes y es nata
    un abrazo grande mati,gracias por hacerme reafirmar el sentimiento de que la escritura es uno de los vehiculos mas increibles para compartir

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