Por aquel entonces, la rusa tendría no más de cinco años; ella jugaba mientras su padre afinaba una guitarra que jamás aprendería a tocar y la madre trajinaba emprolijando un puchero desastroso. El bicherío salvaje y los pájaros de la noche se callaron y los perros comenzaron a ladrar; pero cuando el ruso Kozinsky levantó la vista como para cerciorarse de que sus armas estuviesen a mano, la primera descarga de perdigones habían hecho saltar la cerradura de la puerta de entrada y los herrajes que sostenían la barra de acero que cruzaba las hojas de madera comenzaron a ceder ante el impacto de un ariete. Cabe aclarar que las puertas de quebracho y las celosías de chapón de esa casona siempre estaban cerradas, ya que el hábito de la supervivencia superaba al padecimiento por el calor y la humedad. La mujer soltó el cucharón dentro de la marmita y se escondió junto a su hija en un rincón de la cocina. Kozinsky se puso de pie y trotó hasta una repisa que había hecho con las tablas de una volanta de un cura que había tenido la oportunidad de sustraer dos veranos atrás. Kozinsky se decía anarquista, pero aseguraba que esa repisa le traía suerte y, quizá por eso, en sus estantes guardaba las armas y las municiones. Besó la mano que luego apoyó sobre la estantería y garabateó una cruz incompleta sobre su corazón justo antes de que las primeras botellas de kerossene estallaran sobre las celosías.
"Bienvenido todo aquél que en calidad de tal permaneciere lejos; pues que de acercarse sería éste y no aquél, y como tal molestaría."
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