Alguien se acercó y abrió lo que quedaba de puerta con el cañón de un rifle. El cuerpo de Kozinsky estaba apoyado contra un rincón de la casilla. Lo sujetaron de la bandolera y lo arrastraron por el patio hasta el frente de la casa. Gritos, más gritos y señales de luces con linternas de kerossene. Del otro lado del camino, a unos trescientos metros de distancia, un furgón se puso en marcha y encedió sus faroles. El vehículo se acercó y se estacionó frente a la puerta de entrada. Un hombre alto se bajó del furgón y avanzó hasta el cadáver. Sacó una fotografía y se acuclilló junto a Kozinsky. Acercó la imagen y la comparó con el rostro desfigurado. Se volvió hacia el furgón y buscó un hacha. La alzó y la sacudió en un ademán para que el resto, unos cuatro fulanos más, le dieran un poco de espacio. Arremetió contra el cuello y metió la cabeza en una bolsa arpillera. Se subieron al furgón y se marcharon. Se quedaron dos y se pusieron a revisar la casa antes de que la consumieran las llamas. Como de costumbre, era parte del contrato: algunos cobrarían la recompensa y otros saquearían sus pertenencias. Encontraron algo de plata, armas, una fonola con varios cilindros y una guitarra. El más flaco encontró a la rusa en un rincón de la cocina y le extendió la mano. Encontraron una camioneta en uno de los galpones, más armas y dinamita. Kozinsky tenía caballos y unos cuantos animales. Como mantenían cierto grado de parentezco entre ellos, acordaron dividir todo en parte más o menos iguales; pero el más flaco se llevó a la chica. El otro, por su parte, volvería al día siguiente a ver cómo había quedado la casa después del incendio y, según se cuenta, se habría instalado durante algunas temporadas.
"Bienvenido todo aquél que en calidad de tal permaneciere lejos; pues que de acercarse sería éste y no aquél, y como tal molestaría."
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