Almorzaba criollos secos mientras caminaba, cada tanto, hacia algún destino; esa vez, la casa del gordo. Quedaba en el límite olvidado entre Alberdi y Alto Alberdi; y, para no desentonar con el paisaje, se caía a pedazos. Había pertenecido a un hermano borrachín y solterón de su abuelo, y el gordo la había heredado por descarte. Era vieja y enorme, con al menos tres habitaciones inhabitables que funcionaban como depósito para la chatarra de todas las generaciones familiares que se habían empecinado en evitar ese lugar. Hoy es un edificio de cinco pisos de paredes amarillas.
El mundo se recicla y ya sin referencias ciertas, aprendemos a olvidar.
El mundo se recicla y ya sin referencias ciertas, aprendemos a olvidar.
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