Una vez crucé a nado el dique Los Molinos (ida y vuelta) en pedo, mientras unos amigos hacían un asado. Cuando volví, ya se lo habían comido casi en su totalidad y sólo me dejaron unos restos de carnes secas. Reconozco que estaba preocupado (o tenía miedo) de que me pasara una lancha por la cabeza o que viniese una víbora nadando y me atacase (por algún motivo).
Otra vez nos fuimos en bicicleta, desde Córdoba, hasta Rafaela y tardamos dos días y medio para hacer los 300km de ruta. Dormimos en carpa en los estacionamientos de unas estaciones de servicio y tomabamos yogur y cagabamos cada 20km. La bici no tenía cambios y pedaleamos en cueros y en alpargatas. Yo tenía un sombrero de paja al que le había cosido un pañuelo para que no se me quemase la nuca (no quería insolarme).
Otra vez arranqué un paraíso de raíz que obstruía un camino cerca del cementerio de Saguier. Es cierto, ya estaba tumbado (había pasado un tornado); pero las raíces todavía estaban enterradas y aferradas al suelo. Creo que tardé una hora y media, pero lo arranqué obelíxicamente con mis propias manos y sin ayuda de nadie ni de ninguna otra asistencia externa (ni herramientas, ni poleas, ni camioneta, ni palas, ni palancas). Estaba solo y nadie me vio (me fui y dejé el árbol en la banquina).
Eso sí, soy una basura como persona.
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