La abuela, la del gato, esa se quedó mucho más tiempo, y fue ella la que me incentivó para comprar la casona. Así que al cabo del año de alquilarla y de mantener la licencia, decidí negociar un despido con una indemnización suficiente como para pagar dos tercios del valor de la propiedad. Para el resto saqué un crédito que con el que llevo casi 7 años ya.
La abuela, la del gato, tenía una historia triste: el marido chupaba y apostaba demasiado, tanto que perdió la casa y se murió de sirrosis. Ella se quedó sola y se ganaba la vida cociendo, planchando y arreglando ropa vieja. Hasta apenas unos años antes era empleada doméstica, pero a esa edad ya no la contrataban más porque a la gente le daba pena hacer trabajar a una abuela (yo creo que en el fondo les daba demasiada culpa explotarla). Nosotros convenimos una reducción del alquiler a cambio de que limpiase una vez por semana.
Los hijos la ayudaban un poco, pero ella no quería ser una carga para nadie y no quería vivir con ninguno; así que por eso yiraba de pensión en pensión, hasta que llegó a la mía y ahí se quedó hasta que tuvimos que internarla. Pobre vieja, se murio el agno pasado; devorada por un cáncer inmenso que quién sabe desde cuándo tenía. Yo recién me enteré a la semana, y es que, para ese entonces, ya me había ido.
Era gorda y buena, muy buena. Hacía unos churros riquísimos, pero dejaba toda la pensión con olor a fritanga. Nunca discutimos, ni se demoró en pagar. Me ayudó siempre en lo que pudo; y, sin embargo, no la extraño en absoluto. El gato, por otro lado, me tuvo preocupado un buen tiempo porque, según me contaba Bruno, no quería comer nada.
La abuela, la del gato, tenía una historia triste: el marido chupaba y apostaba demasiado, tanto que perdió la casa y se murió de sirrosis. Ella se quedó sola y se ganaba la vida cociendo, planchando y arreglando ropa vieja. Hasta apenas unos años antes era empleada doméstica, pero a esa edad ya no la contrataban más porque a la gente le daba pena hacer trabajar a una abuela (yo creo que en el fondo les daba demasiada culpa explotarla). Nosotros convenimos una reducción del alquiler a cambio de que limpiase una vez por semana.
Los hijos la ayudaban un poco, pero ella no quería ser una carga para nadie y no quería vivir con ninguno; así que por eso yiraba de pensión en pensión, hasta que llegó a la mía y ahí se quedó hasta que tuvimos que internarla. Pobre vieja, se murio el agno pasado; devorada por un cáncer inmenso que quién sabe desde cuándo tenía. Yo recién me enteré a la semana, y es que, para ese entonces, ya me había ido.
Era gorda y buena, muy buena. Hacía unos churros riquísimos, pero dejaba toda la pensión con olor a fritanga. Nunca discutimos, ni se demoró en pagar. Me ayudó siempre en lo que pudo; y, sin embargo, no la extraño en absoluto. El gato, por otro lado, me tuvo preocupado un buen tiempo porque, según me contaba Bruno, no quería comer nada.
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