_ ¿Pasó algo?
_ No, no; nada… mi mujer… _ pero terminó la frase con un gesto de “no importa”, y guardó el teléfono en el bolsillo (aunque no lo soltó de su mano). Levantó la vista y vio, en la ventana de la cocina, la palma de una mano; o, por lo menos, su sello estampado con sangre.
_ Nos está saludando… _ dijo el otro inspector, siguiendo el destino su mirada.
_ Se burla, sabe que estamos en bolas…
_ Ya se va a pisar solo; a tipos así, en cualquier momento, les pica el bicho de la fama y se mandan al frente. Hay que esperar nomás…
_ Sí, pero mientras tanto, los que quedamos como unos pelotudos somos nosotros… _ dijo manifestando una resignación severa, de esas que si se mezcla con alcohol hace que la bronca se humedezca con lágrimas. Cerró lo ojos y se tomó lo que quedaba del café, sin siquiera saborearlo; lo importante era quemarse la garganta.
Se quedaron en silencio, uno mirando al piso y el otro con la vista perdida a través del manchón que se encostraba sobre el vidrio.
_ Lo que me jode es no poder hacer nada, viejo… _ se confesó y volvió a sacar el teléfono de su bolsillo. Ambos se quedaron mirándolo, uno sin comprender su simbolismo y el otro intentando tomar una decisión. Alzaron la vista y redescubrieron al portero que los miraba indiferente. El inspector cabeceó alzando el mentón, como preguntándole qué quería. El portero se alzó de hombros:
_ ¿Yo qué hago? ¿Me quedo, me voy?
_ Usted se prepara unos buenos mates, ¿qué dice?
_ Y bueno…
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