Según manifiesta, unos compañeros del club le “chupaban la pija” (textual) cuando tenía 15. A partir de los 16 empezó a mantener relaciones sexuales con mujeres, ya sea noviando formalmente o pagándoles a las putas del barrio (unas trabajaban in-house en un departamentito en plena Castro Barros y otras, con delivery, eran regentadas por un grandote desagradable que también tenía un casino clandestino al fondo de su videoclub). Sin embargo, a pesar de su urgencia e insistencia sexual, no podía alcanzar el orgasmo ni con unas ni con otros.
Años más tarde, a los 24 y en un boliche de la costanera, se levantó a una mina que conocía del Cerutti y la convenció para ir al parque Las Heras. Comenzaron a chapar y a manosearse. La chica fue comprensiva y, al ver que no se le paraba, le propuso dar una vuelta, charlar y esperar a que se le pasase un poco el pedo. Él se enojó. Comenzó a forcejear para quitarle la ropa y a golpearla para evitar que gritase mientras intentaba penetrarla con su miembro aún flácido. Percutió su cabeza contra el piso hasta que el cuerpo de la chica se apagó de repente al partirse la nuca contra una piedra que asomaba entre el césped. Entonces, la sangre inundando las manos, los ojos abiertos en esa expresión ausente y desesperada, y el cuerpo semidesnudo e inmóvil... Excitación, vértigo, erección… La penetró; la penetró una y otra vez, y acabó, y alcanzó el orgasmo, y se acostó junto a ella… En paz, sin miedo; dormir una siesta en esa madrugada de octubre, abrazándola, sabiéndola muerta… Sin coerción ni rechazo… Sin que lo apartase, sin quejarse; “como mamá”, dice. Y, de repente, otra erección... Y esta vez fue dulce y tierno, y la penetró de manera romántica, “haciendo cucharita”…
Se despertó al ratito; se limpió como pudo y se fue a su casa caminando, evitando a la gente. Estaba satisfecho... casi contento, digamos.
Años más tarde, a los 24 y en un boliche de la costanera, se levantó a una mina que conocía del Cerutti y la convenció para ir al parque Las Heras. Comenzaron a chapar y a manosearse. La chica fue comprensiva y, al ver que no se le paraba, le propuso dar una vuelta, charlar y esperar a que se le pasase un poco el pedo. Él se enojó. Comenzó a forcejear para quitarle la ropa y a golpearla para evitar que gritase mientras intentaba penetrarla con su miembro aún flácido. Percutió su cabeza contra el piso hasta que el cuerpo de la chica se apagó de repente al partirse la nuca contra una piedra que asomaba entre el césped. Entonces, la sangre inundando las manos, los ojos abiertos en esa expresión ausente y desesperada, y el cuerpo semidesnudo e inmóvil... Excitación, vértigo, erección… La penetró; la penetró una y otra vez, y acabó, y alcanzó el orgasmo, y se acostó junto a ella… En paz, sin miedo; dormir una siesta en esa madrugada de octubre, abrazándola, sabiéndola muerta… Sin coerción ni rechazo… Sin que lo apartase, sin quejarse; “como mamá”, dice. Y, de repente, otra erección... Y esta vez fue dulce y tierno, y la penetró de manera romántica, “haciendo cucharita”…
Se despertó al ratito; se limpió como pudo y se fue a su casa caminando, evitando a la gente. Estaba satisfecho... casi contento, digamos.
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