Preguntado sobre la masacre del 4to piso, guarda silencio y de repente comienza a contar sobre una tal Melina, una chica de otro edificio. Cuenta que, si bien era atractiva, nunca le había llamado la atención; ni siquiera lo suficiente como para meterse en su departamento. Resulta que una noche la vio llegar llorando (cosa que no le resultaba muy extraña tampoco, pues que muchas llegaban en ese estado después de pelearse con novios, novias o amantes; manifestando algunas recurrentes signos de palizas) y por primera vez en su vida sintió una urgencia casi paternal de calmar esa pena. Una manifestación de súbita empatía, sin vestigio alguno de sexualidad ni violencia. Le preguntó qué pasaba y, sin que pudiese controlarlo, simplemente la rodeó con sus brazos... sin sujetarla, sino conteniéndola. Ella lloró sobre su pecho y luego le abrazó como pudo. Él sintió que su vacío se llenaba de angustia e, inesperadamente, se le acalambró la garganta. Desconcertado, no supo que hacer y se dejo llevar guiado por la mocosa. Se sentaron en los peldaños de la escalera y ella le contó su desgracia tan superficial y evitable que no pudo sentir otra cosa más que ternura.
Al cabo de una hora (o quizas dos, o tan sólo 30 minutos), ella se calló; ya había contado todo lo que tenía para contar. Le sujetaba las manos, jugeteando apenas con sus dedos tan finitos. Levanto la vista hasta sus ojos, expectante; acostumbrada a la manifestación sexual tras un acto de confesión. Él simplemente le sonrió serenamente, le besó la frente y la mandó a dormir. Ella devolvió la sonrisa sintiendose desahogada, reconfortada y agradecida. Se acomodó el pelo detrás de sus orejas, se puso de pie planchando su falda con una memoria muscular prolijamente inconsciente y corrió las rejas del ascensor. La despidió y se apoltronó ante su enclenque escritorio de aglomerado humedo y sarnoso.
Al cabo de una hora, decidió entrar en su departamento. Melina vivía sola y ya estaba durmiendo. Sobre la mesa de luz había un cubo de cristal que iluminaba la habitación refractando la luz que entraba por la ventana. "Recuerdo de Mar de Ajó", leía.
Entonces sonó el timbre. Melina despertó y lo descubrió de pie a su lado. Comenzó a gritar sin siquiera reconocerlo. Su instinto de supervivencia se activó, tomó el cubo y lo emprotró en la cráneo de la chica. Melina se sacudió y de repente sus extremidades dejaron de responder correctamente.
Sin saber muy bien qué hacer, se dirigió a la cocina y levantó el auricular del portero eléctrico sin decir palabra alguna. Del otro lado, el novio de Melina le pedía que le abriese la puerta, que quería hablar, que sabía que se había comportado como un boludo. Él presionó el botón y le dejó pasar. Lo acuchilló en silencio, le recortó el rostro y dejó los colgajos de piel sobre el pecho de Melina. Cuenta entonces que la desnudó encurioseado por la sangre y la cercanía de sus tetas; pero la descubrió demasiado plana e infantil, y sólo sintío vergüenza de sí mismo.
"Pobre chica", dice; "supongo que todavía no la encontraron".
Al cabo de una hora (o quizas dos, o tan sólo 30 minutos), ella se calló; ya había contado todo lo que tenía para contar. Le sujetaba las manos, jugeteando apenas con sus dedos tan finitos. Levanto la vista hasta sus ojos, expectante; acostumbrada a la manifestación sexual tras un acto de confesión. Él simplemente le sonrió serenamente, le besó la frente y la mandó a dormir. Ella devolvió la sonrisa sintiendose desahogada, reconfortada y agradecida. Se acomodó el pelo detrás de sus orejas, se puso de pie planchando su falda con una memoria muscular prolijamente inconsciente y corrió las rejas del ascensor. La despidió y se apoltronó ante su enclenque escritorio de aglomerado humedo y sarnoso.
Al cabo de una hora, decidió entrar en su departamento. Melina vivía sola y ya estaba durmiendo. Sobre la mesa de luz había un cubo de cristal que iluminaba la habitación refractando la luz que entraba por la ventana. "Recuerdo de Mar de Ajó", leía.
Entonces sonó el timbre. Melina despertó y lo descubrió de pie a su lado. Comenzó a gritar sin siquiera reconocerlo. Su instinto de supervivencia se activó, tomó el cubo y lo emprotró en la cráneo de la chica. Melina se sacudió y de repente sus extremidades dejaron de responder correctamente.
Sin saber muy bien qué hacer, se dirigió a la cocina y levantó el auricular del portero eléctrico sin decir palabra alguna. Del otro lado, el novio de Melina le pedía que le abriese la puerta, que quería hablar, que sabía que se había comportado como un boludo. Él presionó el botón y le dejó pasar. Lo acuchilló en silencio, le recortó el rostro y dejó los colgajos de piel sobre el pecho de Melina. Cuenta entonces que la desnudó encurioseado por la sangre y la cercanía de sus tetas; pero la descubrió demasiado plana e infantil, y sólo sintío vergüenza de sí mismo.
"Pobre chica", dice; "supongo que todavía no la encontraron".
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