Simón y su esposa discuten; discuten mucho y a los gritos. Que ya no trabaja, que no limpia, que no lava, que no aporta; Simón se ha convertido en un lastre, un gasto (aunque no tanto). Discuten en otro idioma, uno neutral y ajeno a ambos; un esfuerzo extra. Simón putea en castellano; su esposa, en su idioma de mierda. Se entienden, la bronca y la furia trasciende. Simón grita con vergüenza y se pregunta si los vecinos los oyen (ellos nunca escuchan nada, como si ninguno de sus vecinos hiciecen ruido alguno; como si no hiciecen movimiento alguno ni mirasen televisión; como si sólo se apoyasen a la pared para oírlos... oírlo a él y sus gritos). Por las noches, Simón pide disculpas; ella, nunca. Simón se acerca a ella en la cama y la abraza, llora en silencio y pide disculpas humildemente; como Simon, el perro. Ella las acepta en silencio, acariciándole el pelo que ya ha crecido demasiado. Su hija, dentro de la panza de su esposa, no patea ni se mueve ante la presión de su padre; ella también lo ignora.
"Bienvenido todo aquél que en calidad de tal permaneciere lejos; pues que de acercarse sería éste y no aquél, y como tal molestaría."