_ Pronostico un futuro desalentador para todos aquellos filmes que traten sobre pasados épicos y grandes batallas. Mire. Hombres y mujeres, semidioses de turno semidesnudos y semisímiles, deambulan por las pantallas gestando escenas que se suponen sugerentes y provocativas, y que en realidad no promueven erotismo alguno sino histeria y narcisismo. ¿Y qué tiene de épico transformarse en flores o en gatas floras? No me mire con esa cara, usted sabe que tengo razón. Además con esto de pronosticar no me voy del tema que nos compete. Eso no me lo puede negar. El olfato es el sentido de la anticipación. Con un “esto me huele mal” uno se proyecta hacia el futuro, se anticipa a lo que va a pasar suponiendo que lo que puede llegar a pasar sea una macana, un papelón o una desgracia. Y es que la inminencia del despelote posee una fragancia particular, como así también la posee el embole. Y acá hay una baranda a embole terrible. ¿Qué quiere que le diga, Malvisto?
_ Nada, Cafrune, no quiero que me diga nada. Quiero que una vez, una sola aunque sea, guarde silencio en el cine.
_ Mi silencio lo guardo para después de muerto, Malvisto, endemientras hablo. Y además ¿para qué quiere que calle, si ahora hay un perro jugando al básquet?
_ Son los próximos estrenos, Cafrune, no es la película que vinimos a ver.
_ No me importa, ya estoy aburrido. Ahora, ese pichicho me acaba de dar una idea genial. Preste atención: “La imposibilidad de estimular olfativamente al espectador se ve evidenciada por la ausencia de perros en las salas de cine”. Afortunadamente, ¿no? De lo contrario tendríamos todas las butacas completamente meadas por generaciones caninas que buscaron marcar su territorio rociando uno ajeno. Nunca voy a entender esa actitud imperialista de los animales.
_ No, listo. Nos vamos. Ya empezó a decir pavadas. No puede con su genio, ¿verdad?
_ Sepa mi buen amigo que quien cataloga un mensaje como genialidad o gansada es el receptor y no el emisor. Si todo dependiese de los emisores viviríamos en un mundo de autoproclamados eruditos. ¿Quién se reconocería opa? La evolución de la raza humana no ha hecho otra cosa que parir este gran y único imbécil subdividido en millones de infelices con alardes de superioridad. Inconformistas en pantuflas, lo único que saben hacer es criticar, pero correr riesgos nunca. Anímese a decir una estupidez. ¿Qué importa? Si el que tiene al lado seguro que se acaba de acostar con su cuñada. No hay papelón ontológico mayor que quedarse con las ganas de decir algo. Como le dije antes, el silencio es para los muertos. Ahora, si me dan a elegir, yo, muerto, me hago polstergeist.
_ Ya logro lo que quería, Cafrune. Ya salimos del cine. Así que córtela.
_ Ahora Malvisto, no lo entiendo. ¿Para qué carajo me buscó para estas charlas si no le interesa lo que digo?
_ Es que a mi solo no se me ocurre qué decir. No tengo ideas, ¿sabe? Usted por lo menos dice estupideces, yo ni eso. ¿Sabe lo difícil que es querer decir cosas sin tener qué decir? ¿Lo duro que es? La frustración es terrible. Es el peor de los males. Me siento un inútil.
_ Y delire entonces...
_ Es que no puedo. No me sale. Tampoco quiero. ¿No me entiende? Quiero decir cosas interesantes. Cosas que valgan la pena ser expresadas.
_ Malvisto, todo mensaje emitido por una persona es interesante por el solo hecho de ser emitido por una persona. Por más trivial que sea, todo mensaje responde a un punto de vista particular, a una filosofía particular, a una estilo de vida particular. Todo enunciado es la tesis de un pensamiento. Hasta la pelotudez más grande merece ser expresado, de lo contrario ¿cómo sabríamos que es una pelotudez?
_ Es que... no sé... por ejemplo el tema de hoy: “olfato”. No se me ocurre nada que decir.
_ Ah, pero no se preocupe. Si hasta yo estoy en Babia con ese tema. ¿Qué se puede decir sobre la relación cine-olfato? Nada, creo yo, si en los cines de ahora, en virtud de la asepsia, fueron erradicados todos los benditos olores que nos hacían humanos; imponiendo, en cambio, el artificial aroma de un desodorante de ambientes que no importa que la etiqueta diga limon, lavanda o pino, siempre va a oler a pastillitas Yapa. ¿Promoción de la nostalgia o mero conductivismo? Al estimular a un espectador a ser niño no sólo se busca remitirlo a esa etapa caracterizada por la creatividad, la imaginación, la esquizofrenia y la fascinación por las boludeces, sino también estimular la propensión al consumismo irresponsable e imposible de satisfacer de todo infante. Hay un cine por acá en el que lo retrotraen olfativamente a la niñez a tal punto que inclusive comienzan a darle ordenes a uno. Huele a lavandina y a comida recién horneada. No venden pochoclos ni gaseosas, sino buñuelos, tortas fritas, panes con manteca y azúcar, y deliciosos jugos de granadina demasiados puros. Ajenos a marketing neoliberal alguno, las empleadas que allí trabajan no son muchachas post púberes de rasgos élficos, sino jerontes post menopausicas de canas plateadas, peinados impermeabilizados por décadas de fijador Roby y manchas multicolores en la piel pasa, que, con uniformes de amas de casa o de maestras de primaria, no dudan en tirarte un chancletazo certero si te pones a charlar en la sala o tirarte de las orejas si no te formas bien en la cola. No sé cómo, pero todas conocen tu nombre, por mas que no se los hayas mencionado nunca, y antes de que la función comience, te llaman frente a todo el publico y te dicen cosas como “Rómulo, andá a comprarle unas masitas con dulce de leche a esa chica, ¿querés?”, “ Remo, pedite una chocolatada grande ahora que después te da sed durante la película y no quiero que andes jodiendo a la gente”, o simplemente “se me van todos al kiosco y guay que vea a uno sin budín de pan, ¿eh? Yo no quiero amarretes conmigo, les voy a dar...”. Y uno acata, si no después es peor. Sin embargo, alguna que otra vez, cuando pasan una película triste, las descubrís llorando en plena sala, y nosotros, los espectadores presentes, no podemos hacer otra cosa sino ir a consolarlas, y nunca falta aquel que dice “no llores, mami”, y es maravilloso verlas sonreír de nuevo, y a veces nos quedamos todos abrazados a ellas mirando el final de la película, y a veces ellas se van por un momento para volver con torta marmolada y mate cocido o con algún que otro sangüichito y un “toma, que no se entere el gerente”, y nos acarician el pelo, y cuando termina la película nos acompañan a la salida y nos despiden con un beso... y entonces, ese perfume... jazmín... naftalina... y es tan triste cuando nos vamos... tan triste dejarlas... y cada tanto uno vuelve y se encuentra con que una ya no esta mas y te agarra esa cosa en la garganta, ¿no? Como que de golpe se te junta todo lo que le quisiste decir y nunca le dijiste, y ya nunca le vas a poder decir, y ella de pronto ya no es ella sino aquella otra, ¿no? Ella... “Ella sabía”, te dicen mientras te acarician el pelo, “Ella sabía”...
_ ¿Cafrune? ¿Se siente bien?
_ El olfato entonces, Malvisto, es el sentido de lo intangible, de lo inmaterial, de lo ausente, de lo que ya no esta, de los recuerdos.
_ ¿Ve, Cafrune? ¿Por qué no se me ocurren cosas así a mí, eh?
_ Porque elige callarse, Malvisto, y quien calla ¡¡¡NGH!!! ARGHHHHCAJ CAJ AJ CAJ!!!
_ Cafrune, ¿esta bien? ¿Qué le pasó?
_ Jjjj.. tup! Ahhh... nada, me trague un bicho. Una catanga, creo.
_ Venga, súbase que lo llevo a lo de Zubrigen.
_ ¿Para qué?
_ Y... así se anima un poco, y de paso se toma unos mates y se quita el mal sabor.
_ Le agradezco, Malvisto. No quiero que piense que no me gusta dar vueltas en su bicicleta, pero prefiero caminar. Además, no es el mal sabor lo que me molesta.
_ ¿Qué le molesta?
_ El bando. Pero uno se acostumbra.