Se había parado entre las góndolas de lácteos y galletitas dulces, con el changuito semivacío y la boca entreabierta, mirando fijo a la pelirroja de ojos celestes que sonreía en la primera fila de empleados que saludaban alegremente a la cámara en ese poster que conmemoraba el cumpleaños de la cadena de supermercados. Era una pelirroja de una belleza particular, única, casera y sencilla, de sonrisa contagiosa y ojos tristes y hermosos. No tenía pecas, o por lo menos no se le notaban, y tenía dos pocitos en los cachetes como dos comillas. Llevaba uniforme rojo a lunares y se perdía en la muchedumbre de los explotados. Sin embargo, él la había visto y la descubrió preciosa. Era un tipo de ignotas aventuras amorosas, muy pocos romances y ninguna novia. Tristón, melancólico y con tendencia a los imposibles. Otro como tantos. Anónimo incansable. Intrascendente e improductivo. Le encantaba caminar y hablar con sí mismo. Se empeñaba en frustrarse. No lloraba ni sabía cómo. Había pasado quién sabe cuántas veces por ese lugar y jamás la había visto, sin embargo, ese día, después de manotear unas Pepitos y mientras debatía si llevaba un paquete de esas o unas Óperas, en un desliz de su atención, posó sus ojos en esos otros celestes y se perdió. Se había enamorado. Podría continuar contando cómo hizo de su fantasía una cruzada, cómo recorrió todas las sucursales de la cadena buscándola, de su desesperación por encontrarla, cómo localizó a otros explotados fotografiados en ese cartel y los interrogó por ella, de cuando la vio por primera vez fuera del poster, de todo lo que hizo para llamar su atención y de lo que sucedió cuando lo logró, pero no vale la pena.